CARLOS VICENTE CASTRO: CINCO POEMAS




Lo dice el nombre

Me siento tan bien –recalca ausente el anodino Ícaro–
que no hallo mejor razón para echarme
en este mullido sofá color nubes. Se mira la mezclilla
absorto en el trazo regular
que los hilos dibujan en primera instancia, pero más
en un segundo plano, la trama
oculta bajo el primer movimiento, que viene
a traicionarlo
dándole cuerpo. En este fluir de conciencia sin ciencia
Ícaro, que nunca ha soltado el vuelo
pues ignora el origen de su nombre,
ha envejecido como un ladrillo más en la pared
de un jardín tratado con esmero: así es el hogar,
una hogaza de pan que se endurece en la mesa,
y que los pájaros desde el patio merodean hasta que se ha ido
el último en echar espuma por la boca.



Esquizofrenia fallida

De ti mismo te desprendes para subir a tu propio Everest
imaginario; cargas en tu espalda los libros
con que te cubrirás del frío. Plagio, en tu respiración
mórbida se cuelan insectos efervescentes:
tu doble llegó a la cima hace días
y tú apenas comienzas a tiritar.



Certeza volátil

Tal vez en esta ocasión llegue a estar muerto,
se dice en voz baja, quedita, Sísifo,
apenas regresando de su rutina de no hacer nada.
Estar muerto ha de ser como mirar interminables post
en Facebook, dar likes a diestra, siniestro,
entorpecido de años y divisiones: el sol dividido
de la luna en cuarto menguante,
el mar dividido del cielo que hoy es un infierno
colmado de pequeños detalles,
la rubia asesina dividida de su arma homicida
por un olvido estratégico: la víctima termina por gustar
del papel opuesto. Sísifo apostaría a estar muerto:
los órganos entumecidos, los nervios tensos
como cuerdas de bandoneón: desearía hacer música
pero nada más le sale un silencio desafinado,
al finado.



El padre de la patria contra las mujeres vampiro en toppless

Una época tibia como agua de garrafón,
merecida, diría esta meretriz clavándome
las agujas de sus zapatos
en las mejillas plateadas:
a mí que organicé las fiestas de la libertad
y bebí pulque de un fresco guaje
mientras acuchillaba a mis enemigos noche a noche
y tanto así que hasta perdí la cabeza
pero nadie podría obviarme
como a esas devaluadas monedas
de diez centavos
que todo mundo guarda en los bolsillos.



Reconocimiento

Había esperado este momento de hacer sonar
la alarma, un salpullido en el esófago,
algo como agitar los órganos internos,
dejarse llevar hasta que el invierno se hace cargo
de los pensamientos que van emergiendo
de entre neuronas negligentes.
La habitación enmarca su propia oscuridad,
una oscuridad llameada por la lucecita roja
que indica un regulador encendido.
Pero qué se puede regular, el tópico común
de la energía usada para fines pacíficos o enervantes
y la seguridad de que la electricidad no alcanza a perforar
los instantes moribundos frente a un televisor
que antes había servido de espejo sucio.




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